Este hombre ha viajado por el mundo
desde un taburete. Digamos que ha conocido gran parte del mundo en blanco y
negro. Aprendió sobre cada país que cada profesor le trajo, se informó, leyó
los diarios y prestó especial atención al panorama internacional del noticiero
en la TV. Recuerdo
que de cada noticia trascendente de Argentina, el señor Heinzelman me hacía un
comentario, muy al pasar, una escusa para charlar y demostrar su interés por mi
país de procedencia.
Sobre el piano se posan suavemente
sus agrietados nudillos, que acomodan una partitura, una canción de navidad. Y
leyendo las primeras notas, con una voz retraída, engripada o resfriada, me
dice: “¿así que pensas dejar este trabajo?”. Y sin sorpresa respondo que no
sólo he pensado en dejar este trabajo, sino que ya tomé la decisión hace tiempo
y renuncié, por lo que esta es nuestra anteúltima clase.
“Ah, ya renunciaste, y ¿me lo ibas a
contar?, tenés que contarme esas cosas”.
“Sí Herr Heinzelman”, le cuento, “pensaba
informarle hoy, pero usted se enteró antes. Lamentablemente me es cada vez más
difícil dar clases en esta escuela. No conozco a nadie aquí, después de casi
dos años no conozco a nadie. Y no es que yo no salga del aula de piano, o no
haya querido interactuar con otros, es que sencillamente no me he encontrado
con nadie a lo largo de todo este tiempo, y nadie me ha sido presentado. No hay
equipo en esta institución, y eso sumado al viaje de dos horas de ida, y dos
horas de vuelta, se hace difícil”.
Pero noto que Karl Heinz ni se
inmuta, sigue “leyendo” las notas navideñas. Entonces miento: “además voy a
tener que mudarme a Lübeck”. Sin aclarar por qué, digo que me mudo: mentira y
argumento, que convence a mi alumno.
Interrumpiendo mis últimas palabras
alemanas, Heinzelman señala un acorde escrito y acusa su dificultad. Y
prosigue: “entonces esto es un Do mayor, y luego el Sol, y aquí un Re menor,
¿qué es eso de Re menor?”.
Respondo, y nuevamente, sobre mi
dificultosa frase teutona el viejo me interrumpe: “¿a Lübeck?”.
Se escucha que el próximo alumno ha
cerrado la puerta de entrada, y Karl Heinz mira su reloj de pulsera a cuerda,
esos relojes que no requieren baterías, que se cargan sólo con el movimiento de
la mano, por ejemplo al tocar el piano.
Junta sus papeles, ordena su bolsa
de algodón, me pide que le ayude a vestir su campera nueva, la sostengo y el
abriga sus brazos, uno a la vez. Lo escolto al borde del aula, la puerta, y en
una suerte de despedida Heinzelman interpreta una frase: “suerte, que te vaya
bien, y si alguna vez estas por la ciudad al mediodía, hechá una mirada por la
ventana, acá estaré, tocando el piano”.
Yo respondo: “nos queda una clase,
nos vemos el jueves que viene”.
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