miércoles, 2 de enero de 2013

La ante-última clase




Este hombre ha viajado por el mundo desde un taburete. Digamos que ha conocido gran parte del mundo en blanco y negro. Aprendió sobre cada país que cada profesor le trajo, se informó, leyó los diarios y prestó especial atención al panorama internacional del noticiero en la TV. Recuerdo que de cada noticia trascendente de Argentina, el señor Heinzelman me hacía un comentario, muy al pasar, una escusa para charlar y demostrar su interés por mi país de procedencia.
Sobre el piano se posan suavemente sus agrietados nudillos, que acomodan una partitura, una canción de navidad. Y leyendo las primeras notas, con una voz retraída, engripada o resfriada, me dice: “¿así que pensas dejar este trabajo?”. Y sin sorpresa respondo que no sólo he pensado en dejar este trabajo, sino que ya tomé la decisión hace tiempo y renuncié, por lo que esta es nuestra anteúltima clase.
“Ah, ya renunciaste, y ¿me lo ibas a contar?, tenés que contarme esas cosas”.
“Sí Herr Heinzelman”, le cuento, “pensaba informarle hoy, pero usted se enteró antes. Lamentablemente me es cada vez más difícil dar clases en esta escuela. No conozco a nadie aquí, después de casi dos años no conozco a nadie. Y no es que yo no salga del aula de piano, o no haya querido interactuar con otros, es que sencillamente no me he encontrado con nadie a lo largo de todo este tiempo, y nadie me ha sido presentado. No hay equipo en esta institución, y eso sumado al viaje de dos horas de ida, y dos horas de vuelta, se hace difícil”.
Pero noto que Karl Heinz ni se inmuta, sigue “leyendo” las notas navideñas. Entonces miento: “además voy a tener que mudarme a Lübeck”. Sin aclarar por qué, digo que me mudo: mentira y argumento, que convence a mi alumno.
Interrumpiendo mis últimas palabras alemanas, Heinzelman señala un acorde escrito y acusa su dificultad. Y prosigue: “entonces esto es un Do mayor, y luego el Sol, y aquí un Re menor, ¿qué es eso de Re menor?”.
Respondo, y nuevamente, sobre mi dificultosa frase teutona el viejo me interrumpe: “¿a Lübeck?”.
Se escucha que el próximo alumno ha cerrado la puerta de entrada, y Karl Heinz mira su reloj de pulsera a cuerda, esos relojes que no requieren baterías, que se cargan sólo con el movimiento de la mano, por ejemplo al tocar el piano.
Junta sus papeles, ordena su bolsa de algodón, me pide que le ayude a vestir su campera nueva, la sostengo y el abriga sus brazos, uno a la vez. Lo escolto al borde del aula, la puerta, y en una suerte de despedida Heinzelman interpreta una frase: “suerte, que te vaya bien, y si alguna vez estas por la ciudad al mediodía, hechá una mirada por la ventana, acá estaré, tocando el piano”.
Yo respondo: “nos queda una clase, nos vemos el jueves que viene”.

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