(Ensayo sobre los fenómenos psico-acústicos que genera la
sensación de silencio)
Desde
las calles adoquinadas de la pequeña ciudad alemana de Lübeck, se
escucha el galope de un argentino que se apura a llegar a un bar,
para ver el partido de su selección contra la selección de Suiza.
Llegado
al bar busca un lugar para sentarse, busca “el” lugar donde
sentarse, ese que lo ha sostenido en los partidos de la fase de
grupos, y que lo ha oido hablarle al televisor, ese asiento ha oido
como este hincha descargaba sus nervios sobre esa pantalla, las
referencias a la madre del referí, las indicaciónes tácticas a los
jugadores, las charlas motivacionales (soliloquios motivacionales).
Todo ha sucedido, hasta el momento, en ese lugar, en esa mesa.
Hoy es
un partido diferente, son los octavos de final, y, aunque la emoción
es mayor, ya que de no ganar Argentina, se vuelve a casa, el bar está
vacío. Ni argentinos, ni sudamericanos, ni siquiera alemanes viendo
el cotejo.
Empieza
el encuentro, y el argentino, todavía agitado por su apuro, pide un
café con leche, una bebida barata y acorde al horario de merienda
(6pm).
Pasados
10 minutos del primer tiempo, ya más relajado el público, entra al
bar una anciana, y se sienta en la mesa de junto al argentino. Ahora
dejaremos por un momento de lado al sudamericano, y nos centraremos
en este segundo personaje recientemente integrado a la escena: la
anciana.
Esta
señora se sentó, pidió un café, sacó de su bolso una libreta
marrón y un lápiz, y se puso a escribir. Su mano derecha, con un
movimiento regular, pareciera dibujar en cada renglón, oraciones de
una prolija caligrafía. Quien les relata no alcanza a ver el
contenido escrito, no se llega a leer, ya que, por más que sea
todavía de día, en el bar reina una atmósfera tugurial, oscura y
amena.
Luego
de una discutida decisión del árbitro, quien regala a los suizos un
tiro libre, al argentino le llama la atención el sonar lejano de una
risa. Al principio le parece haber escuchado mal, o no haber estado
lo suficientemente atento, pero luego, este ruidito se hace presente
de nuevo, y esta vez con claridad. Se trata de una risa, una
carcajada elegante. La viejita arrinconada en la mesa más oscura, se
ríe de los arranques del argentino, sus impulsos, que no son otra
cosa, que la expresión de su pasión, y lo muy metido que está en
el partido.
Al
entender esto el argentino, la impresión que tenía sobre este
segundo personaje algo siniestro cambia, y pasa, de ser una abuela
que escribe cartas, a una vieja que se la ha pasado garabateando en
su cuaderno, sólo para tener una excusa para poder sentarse y reírse
de alguien sin que este alguien sospeche.
El
primer tiempo se disuelve con el argentino todavía nervioso (y
entrando en la zona de la ira contra las viejas), y un capitulo más
de garabatos en la falsa novela de la geronte siniestra. Con este
panorama, y para sazonar el partido, hacen su entrada en el bar,
cuatro alemanes que, a priori, parecieran haber llegado por
casualidad, sin saber que en ese bar se estaba televisando el partido
de Argentina.
El
problema con las premisas a priori, es que pueden no ser tan exactas.
Este fue el caso. Los alemanes pidieron, cada par, sus respectivas
cervezas, y, aunque dándole al lugar algo más de vida, tomaron
posición en favor de Suiza (que, vale la pena aclarar, me resulta un
equipo sumamente amargo). La hinchada Germano-Suiza no se hacía
sentir, es decir, los poco sagaces comentarios, y los chistes sobre
pifias argentas, no eran muy efectivos, ni tan logrados. Esto, lejos
de incomodar o enojar al único hincha del recinto, lo hincharon
(valga la redundancia) de orgullo, lo fortalecieron, le hicieron
recordar lo que es seguir a un equipo, hinchar por un cuadro de
fútbol. El hincha de fútbol es como la Hidra, ese monstruo
mitológico al que, cuando le cortaban una de sus cabezas, dos
crecían en su lugar, y así, cada vez que una cabeza era cortada, el
poder de la Hidra se duplicaba. Así es el hincha, entre más adverso
el contexto, más infla su pecho, más alienta y canta.
La
abuela (todavía garabateando gualichos), ríe una vez más, pero
esta vez interrumpe su risa, extrañada, al notar que algo en los
colores de la camiseta del argentino no cuaja. Las líneas celestes
separadas por líneas blancas, todas ellas verticales, no serían el
problema. Sino algo que trasluce por debajo de la camiseta, y que
sobresale, también, al final de la mísma. Pareciera que este hincha
tiene, bajo la casaca de su selección, otra camiseta.
Tensión,
nervios, enojo con el árbitro, enojo con la hinchada brasilera que
pagó caras entradas para alentar a Suiza (que, vale la pena
ratificar, me resulta un equipo sumamente amargo), y enojo contra el
comentarista del partido, comentarista y relator (cumple ambas
funciones), que relata con una actuadísima euforia cuando, por
casualidad, algún jugador suizo está en poseción del balón, y
calla cuando Argentina toda, ataca y hace del arquero Suizo Benaglio
(¿?), la figura.
Los
noventa minutos terminan con el marcador en cero, y el alarge es una
realidad. El argentino sufre un instante al imaginar una posible
catástrofe. Qué sería de este día, que continuará con
quehaceres, ensayos y trabajo, si Suiza, en un arrebato del destino,
nos dejase afuera de la copa mundial. Su cabeza descansa entre sus
manos, y su mirada apunta al suelo. Pero este hueco de fe, no dura
mucho, enseguida recuerda por qué es que Argentina no será
eliminada en octavos de final, ante este rival barato. Por debajo de
la camiseta albiceleste asoman las bandas verticales que dan fe al
pueblo argentino, el fundamento de la selección, esa base de
jugadores de un semillero de mística, que supieron, y saben, lo que
son las hazañas, las batallas ganadas y las perdidas, sí, y “poner
todo lo que hay que poner” hasta el final. Un grupo de leones
hambrientos de gloria, que tienen en sus sangre futbolera algo que no
muchos poseen, una valor construido a lo large de años de trabajo,
tradición, y logros: la mística pincharrata.
Sobre
el murmullo dicharachero de la parcialidad de hielo, Palacios roba la
pelota en mitad de cancha, descarga para la máquina asesina de
arqueros que es Messi, quien maneja el contrataque, y, saliéndose
del libreto del mejor jugador del mundo, rompiendo, una vez más, los
esquemas, pasa la pelota al zurdo que aparece por derecha, el jugador
más flaco del futbol mundial, quien, como recién entrado, define
“de una”, y manda la pelota a la ratonera, allí donde Benaglio,
este suizo al que le queda grande el buzo de arquero (no lo digo en
forma figurada, sino literalmente, el buzo le queda grande), nunca
llegó.
Gol!
Carajo!
Un
puño cerrado, macizo, se eleva por los aires, pareciera querer
golpear al murmullo reinante. Y tras ese puño de victoria, un cuerpo
entero se levanta, nada lo detiene, la silla cae enmasacarada por un
grito de gol, no tan largo, pero certero. Luego los habituales
desahogos contra la adversidad, las puteadas al árbitro, al arquero
suizo, al cielo, a la madre del comenarista, al cielo nuevamente, y
una última tanda de cadencias de improperios para el comentarista.
Cuando
uno estudia composición musical, una de las grandes preguntas que se
hace a lo largo de su carrera es la del silencio, ¿cómo crear
silencio? ¿Cómo crear la sensación de silencio? ya que como
fenómeno sería algo casi imposible. Componer un silencio es de las
tareas más dificiles del compositor, y es por eso, supongo, que al
encontrarse con la sensación de silencio, el compositor siente que
ha hecho contacto con lo más profundo de su ser, ese deseo de
silencio, el placer del deseo consumado, aunque más no sea por
casualidad.
Fue el
caso de este argentino que al gritar el gol, y toda su batería de
insultos, comenzó a escuchar entre cada uno de ellos, nada, es
decir, silencio. Un completo silencio. Sólo se sentía el asombro
que los ojos abiertos hasta el infinito gritaban, caras de piedra y
bocas mudas. Los murmullos silenciados, la vieja detuvo su sinsentido
de geroglíficos, y el bar perteneció por el tiempo que este
fervoroso festejo duró, al oriundo de La Plata, Buenos Aires,
Argentina, que liberó, en su violenta performance, la pasión
potenciada en la adversidad.
El
partido parecía haber terminado, pero en los dos últimos minutos
hubo algo de acción fictícia. Los suizos se mudaron de área por
dos minutos, pasaron los 11, que se habían asentado en su área todo
el partido y alarge, a instalarse en el área argentina, donde el
arquero, que había sabido ser figura de lo que iba del partido, hizo
dos o tres tonterías que desvalorizaron (a mi jucio, claro) su
aceptable actuación.
Los
alemanes en el bar se relamieron durante esos dos minutos, y cuando
uno de ellos terminaba de traducirle a su colega la caterva de
insultos en español que el sudamericano había ofrecido, el árbitro
pitó tiro libre (no “sobre”, sino “cumplidos” los minutos
finales) para Suiza. Una situación que el comentarista, en sus
últimos esfuerzos por impacientar al argentino, relató como si
fuera la final del mundial en cuestión.
El
“Messi suizo” (según comentaristas alemanes) malogró el disparo
y se terminó el partido. Emocionante, aunque medido, el festejo del
argentino no tuvo adeptos, pero no importó, a él no le importó, su
selección, fundada en las bases de un campeón argentino,
sudamericano y mundial, pasaba a cuartos de final.
Con
una sonrisa en su rostro, una sonrisa medida, se levantó el
argenino, miró a todos, a cada uno de los alemanes, a la vieja,
(todos lo miraban, esperando su sentencia, y ¿unas palabras tal
vez?) Y, guardando la procesión bajo su piel por unos segundos,
acompañó el típico ademán de mano, con un sencillo, tajante, y
algo sarcástico, saludo alemán: “Tschüssi”, que sería un:
“Chaucito”. Un Tschüssi que encerraba muchísimos conceptos,
frases, ideas, opiniones, e insultos.
Afuera
había comenzado a llover, y el argentino, con su pecho hirviendo de
emoción y pasión, cubierto por dos camisetas, una blanquiceleste y
otra rojiblanca, salió del bar victorioso, inmune a las frías
lágrimas suizo-brasileras-alemanas, que caían estrepitosamente
desde el cielo.
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