domingo, 13 de julio de 2014

El silencio y el improperio

(Ensayo sobre los fenómenos psico-acústicos que genera la sensación de silencio)

Desde las calles adoquinadas de la pequeña ciudad alemana de Lübeck, se escucha el galope de un argentino que se apura a llegar a un bar, para ver el partido de su selección contra la selección de Suiza.
Llegado al bar busca un lugar para sentarse, busca “el” lugar donde sentarse, ese que lo ha sostenido en los partidos de la fase de grupos, y que lo ha oido hablarle al televisor, ese asiento ha oido como este hincha descargaba sus nervios sobre esa pantalla, las referencias a la madre del referí, las indicaciónes tácticas a los jugadores, las charlas motivacionales (soliloquios motivacionales). Todo ha sucedido, hasta el momento, en ese lugar, en esa mesa.
Hoy es un partido diferente, son los octavos de final, y, aunque la emoción es mayor, ya que de no ganar Argentina, se vuelve a casa, el bar está vacío. Ni argentinos, ni sudamericanos, ni siquiera alemanes viendo el cotejo.
Empieza el encuentro, y el argentino, todavía agitado por su apuro, pide un café con leche, una bebida barata y acorde al horario de merienda (6pm).
Pasados 10 minutos del primer tiempo, ya más relajado el público, entra al bar una anciana, y se sienta en la mesa de junto al argentino. Ahora dejaremos por un momento de lado al sudamericano, y nos centraremos en este segundo personaje recientemente integrado a la escena: la anciana.
Esta señora se sentó, pidió un café, sacó de su bolso una libreta marrón y un lápiz, y se puso a escribir. Su mano derecha, con un movimiento regular, pareciera dibujar en cada renglón, oraciones de una prolija caligrafía. Quien les relata no alcanza a ver el contenido escrito, no se llega a leer, ya que, por más que sea todavía de día, en el bar reina una atmósfera tugurial, oscura y amena.
Luego de una discutida decisión del árbitro, quien regala a los suizos un tiro libre, al argentino le llama la atención el sonar lejano de una risa. Al principio le parece haber escuchado mal, o no haber estado lo suficientemente atento, pero luego, este ruidito se hace presente de nuevo, y esta vez con claridad. Se trata de una risa, una carcajada elegante. La viejita arrinconada en la mesa más oscura, se ríe de los arranques del argentino, sus impulsos, que no son otra cosa, que la expresión de su pasión, y lo muy metido que está en el partido.
Al entender esto el argentino, la impresión que tenía sobre este segundo personaje algo siniestro cambia, y pasa, de ser una abuela que escribe cartas, a una vieja que se la ha pasado garabateando en su cuaderno, sólo para tener una excusa para poder sentarse y reírse de alguien sin que este alguien sospeche.
El primer tiempo se disuelve con el argentino todavía nervioso (y entrando en la zona de la ira contra las viejas), y un capitulo más de garabatos en la falsa novela de la geronte siniestra. Con este panorama, y para sazonar el partido, hacen su entrada en el bar, cuatro alemanes que, a priori, parecieran haber llegado por casualidad, sin saber que en ese bar se estaba televisando el partido de Argentina.
El problema con las premisas a priori, es que pueden no ser tan exactas. Este fue el caso. Los alemanes pidieron, cada par, sus respectivas cervezas, y, aunque dándole al lugar algo más de vida, tomaron posición en favor de Suiza (que, vale la pena aclarar, me resulta un equipo sumamente amargo). La hinchada Germano-Suiza no se hacía sentir, es decir, los poco sagaces comentarios, y los chistes sobre pifias argentas, no eran muy efectivos, ni tan logrados. Esto, lejos de incomodar o enojar al único hincha del recinto, lo hincharon (valga la redundancia) de orgullo, lo fortalecieron, le hicieron recordar lo que es seguir a un equipo, hinchar por un cuadro de fútbol. El hincha de fútbol es como la Hidra, ese monstruo mitológico al que, cuando le cortaban una de sus cabezas, dos crecían en su lugar, y así, cada vez que una cabeza era cortada, el poder de la Hidra se duplicaba. Así es el hincha, entre más adverso el contexto, más infla su pecho, más alienta y canta.
La abuela (todavía garabateando gualichos), ríe una vez más, pero esta vez interrumpe su risa, extrañada, al notar que algo en los colores de la camiseta del argentino no cuaja. Las líneas celestes separadas por líneas blancas, todas ellas verticales, no serían el problema. Sino algo que trasluce por debajo de la camiseta, y que sobresale, también, al final de la mísma. Pareciera que este hincha tiene, bajo la casaca de su selección, otra camiseta.
Tensión, nervios, enojo con el árbitro, enojo con la hinchada brasilera que pagó caras entradas para alentar a Suiza (que, vale la pena ratificar, me resulta un equipo sumamente amargo), y enojo contra el comentarista del partido, comentarista y relator (cumple ambas funciones), que relata con una actuadísima euforia cuando, por casualidad, algún jugador suizo está en poseción del balón, y calla cuando Argentina toda, ataca y hace del arquero Suizo Benaglio (¿?), la figura.
Los noventa minutos terminan con el marcador en cero, y el alarge es una realidad. El argentino sufre un instante al imaginar una posible catástrofe. Qué sería de este día, que continuará con quehaceres, ensayos y trabajo, si Suiza, en un arrebato del destino, nos dejase afuera de la copa mundial. Su cabeza descansa entre sus manos, y su mirada apunta al suelo. Pero este hueco de fe, no dura mucho, enseguida recuerda por qué es que Argentina no será eliminada en octavos de final, ante este rival barato. Por debajo de la camiseta albiceleste asoman las bandas verticales que dan fe al pueblo argentino, el fundamento de la selección, esa base de jugadores de un semillero de mística, que supieron, y saben, lo que son las hazañas, las batallas ganadas y las perdidas, sí, y “poner todo lo que hay que poner” hasta el final. Un grupo de leones hambrientos de gloria, que tienen en sus sangre futbolera algo que no muchos poseen, una valor construido a lo large de años de trabajo, tradición, y logros: la mística pincharrata.
Sobre el murmullo dicharachero de la parcialidad de hielo, Palacios roba la pelota en mitad de cancha, descarga para la máquina asesina de arqueros que es Messi, quien maneja el contrataque, y, saliéndose del libreto del mejor jugador del mundo, rompiendo, una vez más, los esquemas, pasa la pelota al zurdo que aparece por derecha, el jugador más flaco del futbol mundial, quien, como recién entrado, define “de una”, y manda la pelota a la ratonera, allí donde Benaglio, este suizo al que le queda grande el buzo de arquero (no lo digo en forma figurada, sino literalmente, el buzo le queda grande), nunca llegó.
Gol! Carajo!
Un puño cerrado, macizo, se eleva por los aires, pareciera querer golpear al murmullo reinante. Y tras ese puño de victoria, un cuerpo entero se levanta, nada lo detiene, la silla cae enmasacarada por un grito de gol, no tan largo, pero certero. Luego los habituales desahogos contra la adversidad, las puteadas al árbitro, al arquero suizo, al cielo, a la madre del comenarista, al cielo nuevamente, y una última tanda de cadencias de improperios para el comentarista.

Cuando uno estudia composición musical, una de las grandes preguntas que se hace a lo largo de su carrera es la del silencio, ¿cómo crear silencio? ¿Cómo crear la sensación de silencio? ya que como fenómeno sería algo casi imposible. Componer un silencio es de las tareas más dificiles del compositor, y es por eso, supongo, que al encontrarse con la sensación de silencio, el compositor siente que ha hecho contacto con lo más profundo de su ser, ese deseo de silencio, el placer del deseo consumado, aunque más no sea por casualidad.
Fue el caso de este argentino que al gritar el gol, y toda su batería de insultos, comenzó a escuchar entre cada uno de ellos, nada, es decir, silencio. Un completo silencio. Sólo se sentía el asombro que los ojos abiertos hasta el infinito gritaban, caras de piedra y bocas mudas. Los murmullos silenciados, la vieja detuvo su sinsentido de geroglíficos, y el bar perteneció por el tiempo que este fervoroso festejo duró, al oriundo de La Plata, Buenos Aires, Argentina, que liberó, en su violenta performance, la pasión potenciada en la adversidad.
El partido parecía haber terminado, pero en los dos últimos minutos hubo algo de acción fictícia. Los suizos se mudaron de área por dos minutos, pasaron los 11, que se habían asentado en su área todo el partido y alarge, a instalarse en el área argentina, donde el arquero, que había sabido ser figura de lo que iba del partido, hizo dos o tres tonterías que desvalorizaron (a mi jucio, claro) su aceptable actuación.
Los alemanes en el bar se relamieron durante esos dos minutos, y cuando uno de ellos terminaba de traducirle a su colega la caterva de insultos en español que el sudamericano había ofrecido, el árbitro pitó tiro libre (no “sobre”, sino “cumplidos” los minutos finales) para Suiza. Una situación que el comentarista, en sus últimos esfuerzos por impacientar al argentino, relató como si fuera la final del mundial en cuestión.
El “Messi suizo” (según comentaristas alemanes) malogró el disparo y se terminó el partido. Emocionante, aunque medido, el festejo del argentino no tuvo adeptos, pero no importó, a él no le importó, su selección, fundada en las bases de un campeón argentino, sudamericano y mundial, pasaba a cuartos de final.
Con una sonrisa en su rostro, una sonrisa medida, se levantó el argenino, miró a todos, a cada uno de los alemanes, a la vieja, (todos lo miraban, esperando su sentencia, y ¿unas palabras tal vez?) Y, guardando la procesión bajo su piel por unos segundos, acompañó el típico ademán de mano, con un sencillo, tajante, y algo sarcástico, saludo alemán: “Tschüssi”, que sería un: “Chaucito”. Un Tschüssi que encerraba muchísimos conceptos, frases, ideas, opiniones, e insultos.

Afuera había comenzado a llover, y el argentino, con su pecho hirviendo de emoción y pasión, cubierto por dos camisetas, una blanquiceleste y otra rojiblanca, salió del bar victorioso, inmune a las frías lágrimas suizo-brasileras-alemanas, que caían estrepitosamente desde el cielo.

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