sábado, 26 de julio de 2014

El día después

“Pasan los años, pasan los jugadores...”


Frente a su clase, el licenciado Airosa había de recordar esa tarde remota en la que su padre le contó sobre el día más tranquilo de la historia universal. Es que un alumno lo importunó con una pregunta de tono cósmico, una de esas preguntas que Airosa prefería saltearse y continuar, pero algo en él se encendió, algún dispositivo oculto en su ser, que lo trasladó en una indivisible fracción de tiempo, a un día tal perdido en su memoria. Ese día en que su padre le relató una historia que, a su vez, el padre de su padre, a este le había contado. Una leyenda, o un cuento tradicional, que se trasladaba de generación en generación.
El relato databa de miles de años, fechas imposibles de reconstruir, pero sí de ubicar en algún segmento de la historia. Este suceso había tenido lugar en lo que hacía 1500 años se hacía llamar Centroeuropa, en una de sus regiones, a la cual la geografía moderna había decidido llamar: Teutonia, o Germánia.
El profesor Airosa bajó nuevamente a su plano conciente y continuó con la clase, y terminada esta, en las primeras horas de la tarde, emprendió el camino de vuelta a su casa.
Al salir del recinto central de la universidad el frío seco lo despertó, y le ayudó a apurar el paso hacia el estacionamiento. Ya en su auto, y dispuesto a dar arranque, los recuerdos volvieron, y esta vez con más fuerza. Un escalofrío le recorrió la espina, acompañado de algo de preocupación por la inusitada claridad de sus memorias. Creyó estar enfermo, o muy cansado, pero no se trataba ni del cansancio, ni de una intoxicación, sino de un casi perfecto acople de los colores, temperatura, olores, y ruidos, que llevaron al licenciado a vivir un añorado recuerdo de su infancia.
Esta vivencia había tenido lugar una tarde de invierno hacía ya 44 años, en la que, sentado junto a su padre en el escalón de la puerta del pasillo del PH donde él y su familia vivían, Airosa escucharía una historia que lo acompañaría por el resto de su vida. Un relato que pertenecía a la familia Airosa desde sus inicios, y había sobrevivido miles de años sin perder su mensaje original. El profesor Airosa, en ese tiempo con tan sólo 6 años, escuchaba atento a su padre: “Cuenta la historia, que los primeros Airosa de nuestra familia provenían de lo que hoy llamamos Friessa, que hace 1500 años formaba parte de la antigua región germánica. Me contó mi papa (tu abuelo), que en tiempos de la antigüedad, cuando todavía existían los países, tuvo lugar en la región de Germánia un suceso único en la historia del hombre: el día más tranquilo mundo.
De los primeros registros de nuestro linaje, se conoce el de Juan Pablo Airosa, quien fuera músico, o cazador de focas (eso no está muy claro en los registros), y habitaba en dicha región. Cuenta, en una especie de documento antiquísimo llamado Internet, que en el año 2014, se llevó a cabo una de las tantas ediciones de una milenaria ceremonia llamada “Competición Mundial”, de la cual hoy sólo sabemos que fue un ritual del antiguo mundo, ya olvidado por el hombre. Pero lo que sí perdura en la historia de la humanidad, gracias a la tradición oral, es el suceso que nuestro lejanísimo pariente vivenció el día después de dicha competición.
En los registros queda claro que la noche anterior al día en cuestión, Juan Pablo tuvo que superar algún tipo de inconveniente, ya que en su relato habla de una noche tormentosa y pasional. Luego de esta noche adversa, el país amaneció cubierto de un sopor imperturbable, los comerciantes atendían a nuevos y conocidos clientes que comentaban el chisme diario. El hombre estatua, ubicado en la calle principal del centro de la ciudad, posaba, y por el rabillo del ojo espiaba a los niños curiosos que se acercaban. Incluso las familias, terminada la jornada laboral, paseaban indiferentes por las calles parsimoniosas. Los conductores estacionaban sus autos, las ancianas empujaban sus carritos, las habitantes se miraban los unos a los otros, cruzaban calles, tomaban café, leían y esperaban. El ritmo del día no obedecía a lo que, sea lo que fuere, la noche anterior había acontencido.
El tedio, espeso, flotaba en el aire, a tal punto que Airosa podía degustarlo en su boca. Ese día, no sería sólo un día normal y tranquilo, sino demasiado tranquilo, normal y aburrido: el día más tranquilo que alguna vez alguien haya presenciado. Ni un grito, ni un cántico. Sin colores, banderas o incidentes, una jornada más, indiferente a la noche anterior, esa noche de la cual jamás sabremos lo que sucedió, ya que ningún otro registro más que éste ha quedado. Pero lo que nunca olvidaremos, pequeño, son las impresiones de nuestros antepasados, de ese día después, las crónicas sobre un pueblo que nunca festejó.
Sobre el final de su relato registrado, y con cierto desencanto, Juan Pablo comparte una teoría que nunca comprobaría, pero que serviría, según cuenta, para aclarar sus ideas y llegar a una paz interior. Se propuso entender el por qué del letargo en el que el país entero parecía encontrarse, buscó una explicación a ese fenómeno, para así poder, si la vida se lo permitiera, contar a su nieto años después, la historia del día después de esta tal “Competición mundial”, el día más tranquilo de la historia.
Apelando a la metafísica extrema (de la cual no era gran adepto) se dijo a si mismo, que el universo había obrado mal. Que las energías que todo lo mueven habían fallado, y que lo que nosotros (ellos, en esa época) bajo el nombre de azar conocemos, estaba descalibrado, y, debido a un error burocrático, se le había otorgado el premio máximo (suponemos, se refiere a algún premio o recompensa propia de la época, tal vez relacionada al certamen internacional), a un pueblo que aplaudía desiciones arbitrales, un pueblo que, evidentemente, no había aprendido a festejar, lo cual llevaría a este premio al rotundo olvido, y se perdería, irremediablemente, en las pletoras del silencio reinante, esa siniestra tranquilidad que se inmortalizaría a lo largo de la historia en este relato. Todo se debía a un expediente traspapelado en la mesa de entradas del Universo”
Un leve golpeteo sobre el vidrio de la ventana desconcentra al licenciado Airosa. Con sus dedos índice y pulgar, limpia de ensueño sus ojos, y mira a su izquierda. Afuera, abrigado contra el frío invernal, el alumno que disparó sus revivisencias lo ha seguido hasta el auto. Es que tiene una pregunta más, algo que no le ha quedado claro sobre el texto “El origen del diluvio” del escritor de la antigüedad Leopoldo Lugones. El vidrio baja lentamente, y mientras la nariz de Airosa se enfría, el alumno pregunta, algo entumecida su boca por el frío: “¿Y si nuestra existencia dependiera del azar?”

No hay comentarios:

Publicar un comentario