La relatividad espacial de los
objetos es algo que me sorprendió desde siempre, porque es básicamente donde se
encierra la historia de tales objetos. No hablo solo de las construcciones
históricas, o los cacharros de civilizaciones milenarias, no, porque en estos
casos la impresión se diluye en la lejanía de ese otro tiempo pasado en el cual
estos edificios y cacharros fueron otra cosa que una imagen del pasado.
Lo que realmente me llama la
atención son aquellos objetos que se trasladan constantemente por diversas
realidades y parecieran extender la presencia de éstas sobre su propia materia:
Un adoquín extraído del puente del rey Carlos en Praga, que ahora se encuentra
sobre una repisa adornando (feamente) una habitación en alguna parte de Argentina.
Un instrumento musical que por medio de quien lo toca ha pasado por infinidad
de paisajes, ha vibrado produciendo sonidos en un callejón de París, en una
plaza en Dresden, en una casa de empanadas de Montevideo y en un negocio de
música en Miami. Miles de realidades agolpadas en un cuerpo inerte, y aunque se
vea por primera vez algún transportador de realidades, puede uno imaginar dónde
habrá estado, quién hubo de mirarlo en la otra esquina del mundo.
A esto le agregamos el poder
asociativo del individuo observador y tenemos como resultado una red de cuarenta
mil kilómetros cuadrados con la que podemos viajar a cualquier parte del
planeta. Un barco puede llevarnos, sin subirnos en él, a un puerto europeo, el
de Hamburgo por ejemplo, y al escuchar ese barco, su bocina sonando, junto con
otros, podría suceder que nuestra cabeza nos juegue una feliz pasada y nos
permitamos imaginar una música, algo que podría funcionar como obra musical.
Pasado el tiempo, un año por ejemplo, tomando mate con bizcochos en un puerto
totalmente diferente al anteriormente nombrado, y en otra parte del mundo
alejada de la primera, un barco pasa junto a nosotros y oímos como acciona su
tuba ultramarina, y eso nos hace recordar a aquella vez en Hamburgo, cuando en
año nuevo, rodeado de personas a la orilla del río Elba, en medio del ruido
descomunal de los fuegos artificiales arrojados cual broma a nuestros pies, un
coro de vientos sonó ad libitum, y
uno, encantado con la maraña de melodías afinadas con salitre, tuvo la
sensación de poder escribir algo similar o algo para estas tubas de ultramar
acompañadas por una orquesta.
No solo un barco nos traslada con su
relatividad espacial. Los pensamientos también, dónde fueron concebidos, dónde
se llevaron al papel, dónde se ejecutaron y dónde se ejecutarán.
Vamos a agregar ahora a nuestra
colección de máquinas del tiempo un aspecto fundamental, la historia oculta, es
decir, el marco en el cual todos estos objetos (musicales y anecdóticos) se
gestaron. Porque, por si hubiera que aclararlo, un solo de tuba en la
introducción de la obra, no es un gesto de ternura para con el tubista (y
lamento si así él lo supusiera), para que éste se sienta contento de poder
solear en la orquesta, no, este solo es una historia. Hay un relato que
comienza mucho antes que los barcos, que el puerto, mucho antes del año nuevo
en Hamburgo, por supuesto antes que éste texto. Fue en un viaje que nos
encontramos y nuestras vidas se unieron, en un hostel de París, allí comienza
la composición de una pieza, porque aún antes que la idea estuvo el amor, la
razón de ser y estar, luego, en un puerto europeo despidiendo el año viejo
junto a ella.
En este punto no hay relatividad que
valga, punto.
J.P.Pettoruti
No hay comentarios:
Publicar un comentario