lunes, 27 de agosto de 2012

Solo de tuba



La relatividad espacial de los objetos es algo que me sorprendió desde siempre, porque es básicamente donde se encierra la historia de tales objetos. No hablo solo de las construcciones históricas, o los cacharros de civilizaciones milenarias, no, porque en estos casos la impresión se diluye en la lejanía de ese otro tiempo pasado en el cual estos edificios y cacharros fueron otra cosa que una imagen del pasado.
Lo que realmente me llama la atención son aquellos objetos que se trasladan constantemente por diversas realidades y parecieran extender la presencia de éstas sobre su propia materia: Un adoquín extraído del puente del rey Carlos en Praga, que ahora se encuentra sobre una repisa adornando (feamente) una habitación en alguna parte de Argentina. Un instrumento musical que por medio de quien lo toca ha pasado por infinidad de paisajes, ha vibrado produciendo sonidos en un callejón de París, en una plaza en Dresden, en una casa de empanadas de Montevideo y en un negocio de música en Miami. Miles de realidades agolpadas en un cuerpo inerte, y aunque se vea por primera vez algún transportador de realidades, puede uno imaginar dónde habrá estado, quién hubo de mirarlo en la otra esquina del mundo.
A esto le agregamos el poder asociativo del individuo observador y tenemos como resultado una red de cuarenta mil kilómetros cuadrados con la que podemos viajar a cualquier parte del planeta. Un barco puede llevarnos, sin subirnos en él, a un puerto europeo, el de Hamburgo por ejemplo, y al escuchar ese barco, su bocina sonando, junto con otros, podría suceder que nuestra cabeza nos juegue una feliz pasada y nos permitamos imaginar una música, algo que podría funcionar como obra musical. Pasado el tiempo, un año por ejemplo, tomando mate con bizcochos en un puerto totalmente diferente al anteriormente nombrado, y en otra parte del mundo alejada de la primera, un barco pasa junto a nosotros y oímos como acciona su tuba ultramarina, y eso nos hace recordar a aquella vez en Hamburgo, cuando en año nuevo, rodeado de personas a la orilla del río Elba, en medio del ruido descomunal de los fuegos artificiales arrojados cual broma a nuestros pies, un coro de vientos sonó ad libitum, y uno, encantado con la maraña de melodías afinadas con salitre, tuvo la sensación de poder escribir algo similar o algo para estas tubas de ultramar acompañadas por una orquesta.
No solo un barco nos traslada con su relatividad espacial. Los pensamientos también, dónde fueron concebidos, dónde se llevaron al papel, dónde se ejecutaron y dónde se ejecutarán.
Vamos a agregar ahora a nuestra colección de máquinas del tiempo un aspecto fundamental, la historia oculta, es decir, el marco en el cual todos estos objetos (musicales y anecdóticos) se gestaron. Porque, por si hubiera que aclararlo, un solo de tuba en la introducción de la obra, no es un gesto de ternura para con el tubista (y lamento si así él lo supusiera), para que éste se sienta contento de poder solear en la orquesta, no, este solo es una historia. Hay un relato que comienza mucho antes que los barcos, que el puerto, mucho antes del año nuevo en Hamburgo, por supuesto antes que éste texto. Fue en un viaje que nos encontramos y nuestras vidas se unieron, en un hostel de París, allí comienza la composición de una pieza, porque aún antes que la idea estuvo el amor, la razón de ser y estar, luego, en un puerto europeo despidiendo el año viejo junto a ella.
En este punto no hay relatividad que valga, punto.

J.P.Pettoruti

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