Uno no puede endosar todos sus
sentimientos, algunos de ellos no tienen destino.
En tiempos de melancolía, mis
partituras se detienen en el foso límbico (¿?) que circunda mi cabeza. En él
todas las notas nadan hasta quedarse sin energías y mueren ahogadas. Es espesa
la melancolía, no es fácil nadar en ella. Estos días son espesos y apretados,
superpuestos de tanto encimarse, las horas tectónicas se suben unas arriba de
las otras, y allí en medio quedo yo, con cara Ichigualastoide.
Me cuentan una historia para escribir sobre y escapa a mi asombro, se
aloja en un espacio, en un tren volviendo a Hamburgo, y sale cuando logro
machetear alguna maleza. Karl Heinz desde hace ya un tiempo me trata de vos, y
esto en Alemania pareciera ser algo significativo, no solo una cuestión de
respetos mutuos (los cuales se miden con otros gestos) sino de cercanía, de
permisos especiales para caminar por los espacios entre dos personas. Esta
distancia en Alemania es un tema que no llego a comprender del todo aún. La
cordialidad es extrema y el buen humor, es decir, la buena onda, rebalsan en
una conversación, empalagan. Pero siempre se mantiene, irreducible, entre los
dos individuos un segmento liberado, aparentemente (diría Necam…) vacío. Y es
incorruptible, es una pared de vacío, nada circula por allí.
Aunque Herr Heinzelman me trate de vos,
yo lo sigo tratando de usted, no sé bien por qué, no lo tengo bien claro, tal
vez un desquite, o no. Y tratándome de vos me cuenta que Gebbels, quien
estuviera encargado de la propaganda de la maquinaria nazi, fue uno de los que
compuso Lili Marlene junto a Norbert Schultze y Hans Leip, la canción que
sirvió no solo de merchandaising de guerra sino también de aunamiento de
tropas, que juntas (aliados y alemanes) escuchaban en paz esta canción. Según
Karl Heinz fue una co-composición de Schultze, Leip y Göbbels.
No he indagado mucho al respecto
todavía, pero me sorprende la idea de que esta canción tan marketinera, que en
pos de la paz tuvo su fama, sea obra (por lo menos en parte) de un ser nefasto.
Puede ser un invento, un desvarío de mi alumno, pero sin lugar a dudas él se
abre conmigo cada vez más, sea por querer impresionarme o por creer
impresionarme, Heinzelman, pasea por el espacio entre nosotros cada vez con mas
libertad y levanta las piedras, mira entre las cortaderas y de entre cada
grieta de patio, moto y piel, saca siempre una nueva historia, nueva por
inventada o nueva por no contada.
Ya habré escrito antes que siento el
abrazo, el beso y el apretón de manos totalmente desformados, y son nuevamente
las distancias las que cambian y no logro interpretar. Un familiar, un amigo o
un conocido (no amigo aún) acercan sus manos, las estrechan y se saludan. Pero
puede también suceder que ante estas tres posibilidades (amigo, familiar o
conocido) la respuesta sea otra, un acercamiento de pechos, una especie de
medio abrazo sin afecto alguno, de cortesía (nuevamente la cortesía). El beso
en el cachete es especial, se da pocas veces y se hace doble, es decir, no es
un beso, sino dos: “muá”, uno en cada cachete de la cara. Este último saludo es
el menos afectivo, vacío y ausente, un asqueroso gesto de salón adoptado de no
se dónde.
Estoy cruzado, enredado entre cinco
sogas, una galleta humana. Es un nudo
espeso nuevamente, son las ideas mezcladas con las notas y sus ritmos. Los
fundamentos sepultados bajo cemento, no sabría precisar cuantos metros de
concreto me separan de una pieza musical para orquesta, Ensenada. Paisajes
sepultados, sordos; sordo, que palabra extraña.
Pongámoslo así: se acerca el fin de
un ciclo, y cuando esto suceda, Karl Heinz tendrá que continuar su vida sin mí,
practicando piano con sus dedos artríticos, y yo imaginaré las falanges de sus
historias, su meta-historia, lo que en un lago cubierto ha quedado durante años:
las carreras, el anhelo, las bombas, el walz.
Juan Monera
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